A Mediados de septiembre (2019) me largué felizmente de Bogotá.

Un poco apesadumbrado, si, porque no sabía a qué me enfrentaba, pero ya no quería pasar un segundo más en esa ciudad. Estaba asqueado de ella. Era medio día. Estaba en Usme y tomé el Transmilenio hasta la estación de San Mateo, Soacha. Me bajé y caminé hasta que llegué al peaje de Soacha.

¿Para dónde iba yo? Era mi propia interrogante. 

¿Para dónde coño iba yo, por cierto? No había tenido tiempo de pensarlo, o quizas temía pensar en ello. Aquello daba miedo. No conocía a nadie. De hecho, no contaba con nadie.


En el peaje habían dos grupos, ninguna mujer, ningún niño. El primer grupo eran cinco o seis colombianos; y el otro, más grande, nueve o diez venezolanos. Todos sentados, menos los colombianos que a legua se veía que estaban arrebatados. ¿Qué hacía esa gente reunida en la entrada del peaje que daba entrada o salida a Bogotá? Instintivamente me acerqué y fueron ellos quienes iniciaron las preguntas. También se iban de Bogotá, ninguno tenía un buen concepto de aquella ciudad. Unos iban al Ecuador, otros al Perú, otros a Cali, etc.., yo todavía no sabía adónde iba. Así que ante la predecible pregunta, respondí: “Yo voy a Armenia”. Pues resultaba que yo tenía una prima en Armenia, aunque la desventaja era que no sabía nada más, y Armenia es Grande. Me uní a ellos, no tenía opción; parecían buenas gentes, pero yo nunca creo en nadie, siempre estoy pilas, por si las moscas.

El grupo de colombianos no dejaban de drogarse fumando marihuana u oliendo bolsa con pegamento. Aquello era cómico. Lo bueno fue que no se metieron con nosotros, más bien interactuaban e hicieron más ameno aquel gélido infierno. La temperatura era muy baja y ya había anochecido. La noche, que se acercaba, siempre traía consigo aires sumamente frío de las montañas.

Según me dijeron, siempre había uno que otro camión que se detenía y se ofrecía a llevar a la gente que se encontraba varada en el peaje. Fue reconfortante oír aquello. Pero estuvimos lo que restaba de la tarde hasta muy entrada la noche y no se detuvo ninguna mula (camión). Empezó a lloviznar y nos movilizamos a una especie de estacionamiento pequeño, al lado de un cubículo policial. En los sanitarios, el de los hombres, nos metimos a hablar paja. En vista de que la policía no nos dijo nada, acordamos dormir en el baño y apenas amaneciera nos íbamos en un camión. Mente positiva, muchachos.

Todavía recuerdo el frío que hizo durante toda la noche, y más el que hizo al amanecer. Pero yo estaba acostumbrado a tal. Estuve 5 meses en Bogotá. Algo había causado a mi piel para medio habituarse como estaba al clima.

Me di cuenta en seguida que había que subirse a los camiones por méritos propio. Si alguien conseguía encaramarse a un camión y subir sin que el chófer se diera cuenta, estaba hecho. O podía ser en grupo, como hicieron los colombianos la noche anterior, solo que nosotros no nos atrevimos. Cada quien llevaba un morral, otros iban sin nada, la pura cédula. Pero yo era especial. Yo iba bien cargado de cosas, muchas cosas, aunque bien tapadas para que nadie supiera lo que guardaba en el carrito de tintos. Querían saber qué guardaba dentro. Solo dije lo menos interesante, de ningún modo iba a decirles algo que pudiera interesarles, no fuera ser que más adelante me tendieran una emboscada, una trampa.

Anteriormente ya había sido victima de propios paisanos cuando recién había llegado a Bogotá; me habían robado un kit completo de tattoo y con eso me jodieron la vida hasta cierto punto.

Mi preocupación mayor era cómo carrizos iba hacer para lograr subir a un camión en movimiento. Yo cargaba un morral, un bolso y aquel misterioso carrito que pesaba una barbaridad. Éramos nueve en total y toditos estaban claros que yo no la tenía fácil. Y por ser así, yo era el primero que debía salir corriendo apenas apareciera un camión de carga pesada, ya que eran eso los que generalmente se dirigían directo hasta Cali. Me comprometieron. No sé, yo solo hacía caso en todo lo que ellos dijeran, si me iban ayudar a subir con todos mis corotos, bien, me aguantaba.

Había llegado el momento. La mula redujo velocidad y se detuvo en el peaje. Yo había salido corriendo detrás de éste y, una vez que me ubiqué en medio de la carretera para que el chófer no me captara por el retrovisor, di alcance a la carga y, sosteniéndome de una cabuya, pegué un gran salto. El resto se apresuró a hacer lo propio y subieron por el medio de la carga cubierta de una gruesa capa de lona, creo que llevaba arena. El camión arrancó. Yo seguía encaramado a una de las cabuyas que sujetaban la lona, muerto de miedo. A esa altura y a esa velocidad, una caída hubiera sido mortal. Todos estaban sujetados a la cabuya. El primero que consiguió subir, me pidió el carrito. Aquello me alivió.

Una vez arriba, me alegré de haber tomado aquella decisión aunque no fuera la correcta. Pude haberme caído, es decir, matado. Me imaginé a mí mismo en una película de acción donde el protagonista salta de un camión a otro. Comencé a darme cuenta por mis propios ojos a lo que nos enfrentamos nosotros los venezolanos, los que recorremos de un país a otro a pies. Había que echarle bolas para llegar sano y salvo a su destino.

No sé de dónde saqué la fuerza para lanzar mi carrito hacia arriba de la carga sin dejar de sostenerme con la otra mano a riesgo todavía de caerme. Aquello era adrenalina pura. Pero era eso o caminar, y mira que de recorrido había que echarle un cerro e’ bola. No obstante, había quienes lo hacían, pero iban a riesgo de que los robaran o mataran o atropellaran. Así me dijeron a mí. Hay muchas noticias que no salen nunca a la luz pública, solo los que nos atrevemos hacer dicha travesía nos enteramos de ello.

Subí. Los nueve nos colocamos en medio de aquella carga, tipo fila india, para evitar que el chófer nos divisara a través de los retrovisores. Yo iba adelante, después de el primero. Y allí permanecíamos todos. Yo miraba al resto de mis compañeros sentados de espalda, a excepción del que iba adelante, es decir, detrás de mío. Ninguno se movía, ni yo lo hacía. No sé por cuánto tiempo estuvimos así, pero ya había dejado de hacer frío. Estábamos lejos del punto de partida del peaje de Soacha donde habíamos pasado la noche, mucho más lejos de Bogotá. De vez en cuando veíamos un pequeño grupo de venezolanos que iban a pies por esos mundos. Les dábamos ánimos de donde no teníamos, unos pocos de nosotros lográbamos alzar la mano con el pulgar erguido. Algunos, no todos, de los caminantes nos respondía. Era sumamente triste. Veíamos niños bajo aquel sol, mujeres embarazadas, ancianos, gente de toda clase. En avión no lo ves, pero si vas por tierra, eso duele. Es doloroso y no sabes qué va a pasar contigo, porque también estás pasando lo mismo que ellos.

Vi un letrero: Melgar. Comencé a sentirme aliviado. Un clima similar al de la Isla de Margarita hizo que me olvidara por un momento del lío en que me estaba metiendo, y me acordé nuevamente de los míos. Subí el rostro al cielo y sonreí sin abrir los ojos. El sol brillaba intensamente.

Temía que los autos o motos, los cuales podían observarnos perfectamente, por maldad, hicieran señas al chófer acerca de nuestra presencia en su carga. Una moto policial a máxima velocidad se aproximaba rápidamente. Mi corazón dejó de latir por un segundo. Me jodí, pensé. Me imaginé preso… reportado. Pero no, ni nos prestó atención. Me extrañé. Dudé si nos había visto o no. Prefería que si y que simplemente no le interesábamos en lo más mínimo. Al rato pasó otra moto policial y lo confirmé. No éramos los único que hacíamos aquello. Solo unos cuantos automóviles, con las ventanas abiertas, pasaban y, tanto conductores como pasajeros, nos quedaban viendo con la boca abierta. Otros reían o se burlaban. Otros nos grababan o tomaban fotos con celulares. Yo me tapé con la capucha a pesar de los rayos solares que caían como alfileres en mi cuerpo.

De pronto me asaltó una duda: ¿Adónde carrizos nos dirigíamos? Miré a los otros. Todos parecían tener las mismas interrogantes. Efectivamente, nadie sabía adónde se dirigía el camión. ¿Adónde iba a parar aquella loca travesía? No sé cuántas horas de viaje tortuoso estuvimos montados en aquella carga sin ningún tipo de seguridad. Nos habíamos subido al camión a eso de 20 para las 7AM. Ahora iban a ser las 10AM, y seguíamos sobre rueda. No importaba siempre y cuando fuera hasta Cali, yo veía luego cómo hacía para lanzarme del camión cuando pasara por Armenia, si es que iba a Cali como pensábamos. Habíamos visto un letrero que decía: CALI. Pero resultaba que todavía faltaban más de doscientos kilómetros, nada más y nada menos.

En un momento dado el camión fue redujendo la velocidad hasta detenerse por completo a un lado de la carretera. Estábamos en medio de la nada, monte y culebra por donde se le viera. Nos asustamos. Nadie se movía ni un ápice. Yo ni si quiera respiraba, pues temía que mi respiración despertara las sospechas del chófer. Así estuvimos cuatro o cinco minutos. El chófer nunca se bajó del camión, de ser así, hubiese significado… no lo tengo claro aún, pero de que nos bajaba, nos bajaba. Es totalmente ilegal dar aventón a venezolanos. Pero aquello no era un aventón, nosotros habíamos subido sin el consentimiento del conductor. ¿Por qué se había detenido? Llegué a la conclusión de que seguramente estaba comiendo, y se los hice saber a los muchachos por medio de gestos; estaban asustados. Luego de unos segundos escuchamos el ruido del motor. El camión se movió y volvimos a la carretera. Fue uno de los momentos más emotivos de aquella travesía.

Sin embargo, a la media hora de recorrido el camión empezó a reducir la velocidad y en una de esas cruzó por un camino de tierra de polvo rojizo. Todo el mundo empezó a zumbarse del camión, menos yo que todavía no hallaba cómo hacerlo con tanto peso acuesta, no iba a dejar el carrito ni zumbarme con éste llevando un par de termos de café y no recuerdo qué más. El camión seguía en marcha aunque mínima. Uno de mis compañero se acercó trotando y le tendí el carrito, cuando lo sostuvo, me lancé con mi bolso y morral a cuesta. El sonido fue sordo, creí que me había partido la madre, creo que así fue. Había caído de culo, pues, mis pies no soportaron el peso extra y caí esplatanao’. Todo el mundo empezó a reír. Venezolanos al fin. El lugar era un sitio con báscula donde pesan los camiones.

Le di las gracias al pana que no me dejó morir y me sacudí el polvo rojizo de encima. Luego caminamos bastante bajo el peso de un sol agotador. Recorrimos 7 u 8 kilómetros a pie hasta que llegamos a otro peaje. No recuerdo cuál peaje era, pero ahí estuvimos tratando de hacer la misma vuelta que hicimos en el peaje de Soacha. Sin embargo, todos nuestros intentos fueron en vano. No podíamos subir ni a la fuerza. Cuando lo hacíamos, los camiones se detenían y nos teníamos que bajar. Nadie se apiadaba de nadie en ese peaje. Éramos los únicos a esa hora. Luego fueron llegando poco a poco más venezolanos a pie. Unos, como nosotros, se quedaban estancados ahí, otros seguían de largo. Estaban locos. Eso, de ahí para allá, no era más que monte y culebra, era una autopista interminable. Como a eso de las tres de la tarde la desesperación nos indujo a irnos a pie. Recorrimos tres kilómetros y nada, seguía siendo puro monte y culebra.

Regresamos. Los muchachos que estaban conmigo no desistieron en sus intentos por subirse a la fuerza a los camiones cuidando de que el conductor no se diera cuenta, pero no tenían suerte, siempre los bajaban. Yo había dejado de intentarlo, el carrito de tintos no me lo permitía. Además, tampoco creía que nadie se fuera a detener para llevarnos aunque fuera hasta el próximo peaje. Nada.

Pero ocurrió. Los muchachos se subieron y el conductor por fin no se dio cuenta. Finalmente lo habían logrado. Y yo con mi cara de bolsa, perplejo, vi cómo se alejaban. ¡Qué mamaguevos!, pensé. Me habían dejado atrás. Luego maldije el carrito y los morrales que llevaba encima. No podía con mi alma con tanto peso. Por culpa de esto no podía montarme en un camión como mis compañeros. Recién había oscurecido y yo aún no había probado un solo bocado de nada desde la tarde anterior. Estaba que me desmayaba del hambre, el dolor de cabeza era insoportable. Me moría. Nada.

Hice como si nada y me acerqué a otro grupo de venezolanos donde sabía que se encontraba un pana que había conocido en el peaje de Soacha la noche anterior, un guaro. Ya a eso de las 10pm, que nos habíamos rendido de pedir colas y dispuestos a pasar la noche en aquel peaje de los mil demonios, fue que se apiadaron de nosotros, un viaje de venezolanos y, antes de irnos, el conductor nos dijo que nos llevaría hasta el próximo peaje y nos dejaría antes para no tener problemas con la policía. Nos subimos como pudimos y nos fuimos. Otro momento de gloria. El camión corrió bastante, inclusive pasó el peaje con nosotros. Nos dejó en pleno corazón de Ibagué.

Allí pasamos la noche. Un grupo vigilaba primero, luego otro. Así nos cuidábamos; en equipo. Pero había un colombiano coleado entre nosotros, y que precisamente estaba pegado de mí, no hallaba cómo sacudírmelo. Aquel tipo que aparentaba ser bueno, era malo, un interesado, que se había unido al grupo por puro interés, pero nunca hacía nada al respecto por el grupo. Daba mucha mala espina. Él formaba parte del grupo de compañeros con los que me había venido desde Soacha. Él se había quedado conmigo. Qué decisión más estúpida. Ya a ese punto de la carretera yo no lo quería conmigo. Me di cuenta de las vainas. Los demás también se dieron cuenta. Ni siquiera se quiso levantar a sustituir a nuestro grupo de vigilantes. Bien bello, pues, uno cuidándole el sueño a un frescolita, que de paso era colombiano. No había problemas con eso, sino con su actitud mamagueva.

Al día siguiente, apenas amaneció, nos fuimos caminando, todo el grupo. Unos camino a Ecuador, otros a Perú; otros a Cali. Y yo me dirigía a Armenia. Decidí ir adonde una prima, a buscarla mejor dicho, pues ni siquiera sabía en qué parte de la ciudad se encontraba ni si seguía por allí. Caminamos bastante, mucho. Hasta que llegamos a un pueblo que se llama Cuello de Corora. Gente fría aquella, ahí me negaron el agua varias veces. Las malas miradas de aquella gente lo decían todo; los venezolanos no éramos bienvenidos. Ya el grupo era más pequeño. Luis Carlos, el guaro, estaba con su hermana y dos primos más, también había otra pareja de guaros, una familia con niños y un bebé.

Una inmensa montaña era la frontera que dividía un distrito de otro, pura subida. Aquella montaña estaba a más metros de altura sobre el nivel del mar que Bogotá, lo que significaba más frío. Pero aún donde estábamos no lo hacía. Al rato, se detuvo una mula y subimos a ella. Llevaba a otros venezolanos que fueron victimas de unos hinchas mucho más atrás cuando dejaron subir a unos colombianos. La mula venía desde Valledupar e iba para Cali. Todos estaban contentos, incluso yo que sabía que de camino a Cali estaba Armenia, mi destino. Luis Carlos quería que me fuera con ellos para el Perú. Admito que estuve a punto de aceptarlo, pero Perú no me convencía ni me convence ahora. Me bajé en Calargá, un pueblo que está antes de Armenia, cerquita. Tomé una buseta y llegué de noche a Armenia. Mi próxima misión era tratar de encontrar a mi prima y no pasar la noche en la calle. Todo salió bien. Mi prima me salvó de pasar aquella noche en la calle.

Aquella noche no pude dormir. Solo podía pensar en ese grupo de venezolanos que se despidieron de mí al bajarme en Calargá. Sus manos alzadas a modo de "despedida", incluso los niños, sus ojos, sus miradas...

Fueron buenos compañeros de viaje, buena compañía ante tantas que no lo son. Cómo podía dormir ahora sin saber si habían llegado sanos y salvo a Cali.

Al día siguiente escuché una noticia de una mula que se volcó y murieron 6 venezolanos. Nunca he sido pesimista, pero.. díganme, ¿cómo podía dormir ahora? Aunque no se tratara de ellos, mis compañeros… de todas maneras eran venezolanos.

Eran seres humanos...

Como yo.

Como tú.

Mil gracias.

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